Desde las conquistas coloniales, las relaciones de la sociedad con la naturaleza en muchas partes de las Américas han estado dominadas por la extracción de metales y recursos minerales. - especialmente el oro, la plata, el zinc, el cobre, el carbón y el petróleo. La historia de todo el continente ha sido moldeada al flujo del extractivismo y por hacer disponible y extraer en principio energía humana, biomasa y posteriormente energía fósil, lo que permitió e intensificó estos flujos (Topik 2006; Bakewell 1971). Esta relación entre la disponibilidad de diferentes formas de energía, los materiales que podían ser extraídos por medio de esa energía, y los entretejidos sociales conectados con ambos procesos, son el foco central de este volumen.
La historia de la minería en las Américas ha implicado la extracción de una variedad cada vez mayor de materiales y eso ha conllevado severas consecuencias, como la alteración del ciclo del agua, la contaminación del suelo, la destrucción de paisajes y la afectación de la salud de ecosistemas enteros. El oro, la plata, el cobre y el platino se extraían y trabajaban en las sociedades precoloniales, y los conocimientos y las prácticas indígenas determinaron en gran medida la minería colonial. Sin embargo, la minería se llevó a cabo a una escala mucho mayor en el periodo de dominio colonial ibérico. De hecho, sólo la industria minera colonial de la plata en Potosí puede haber desempeñado un papel clave en el fomento de lo que Moore (2010) denomina una "ecología mundial capitalista". Los regímenes mineros coloniales, así como los poscoloniales, han tenido impactos "protoantropocénicos" profundos y mensurables en el medio ambiente, así como en las sociedades que estaban involucradas, ya sea voluntariamente o por la fuerza (por ejemplo, Studnicki-Gizbert 2010; Wendt 2016b).
A finales del siglo XIX, la integración asimétrica de América Latina en la economía mundial como exportadora de productos primarios se articuló plenamente como una economía basada en enclaves exportadores con condiciones sociales y laborales brutales. El siglo siguiente trajo consigo una intensificación constante de la extracción de combustibles fósiles y minerales (así como de otras materias primas), proceso que se refleja de diversas maneras en la escala creciente de las operaciones, en la expansión dramática de las fronteras de extracción y en la gama de recursos del subsuelo que se han extraído. Desde la década de los años ochenta en adelante, estas tendencias no han hecho más que acelerarse, debido a la adopción generalizada de la política neoliberal en América Latina y al aumento de la demanda de minerales e hidrocarburos impulsado por la rápida urbanización e industrialización global (Boyer 2016; Dore 2000; Bebbington y Bury 2013). La minería informal, especialmente de oro, constituye una dimensión cada vez más visible de la expansión de las fronteras mineras, especialmente en la cuenca del Amazonas.
Desde principios de la primera década del siglo XXI, algunos países latinoamericanos, y en particular los estados andinos ricos en petróleo y gas, Ecuador, Bolivia y Venezuela, cambiaron a un modelo socioeconómico neoextractivista, en el que ya no eran las empresas transnacionales las que explotaban las materias primas y obtenían beneficios, sino empresas nacionalizadas controladas por gobiernos posneoliberales. Los ingresos excedentes se utilizarían directamente para mejorar las estructuras sociales y el desarrollo (Burchardt y Dietz 2014; Gudynas 2010). Evidentemente, estos regímenes neoextractivistas -que constituyen un nuevo y específico entrelazamiento socioambiental- fueron capaces de crear riqueza, bienestar y autosuficiencia, al menos temporalmente, sobre la base de una economía que, sin embargo, seguía siendo precariamente dependiente de los precios mundiales del petróleo, así como del combustible fósil más responsable del aumento de los niveles de CO2 y del calentamiento global.
La minería, independientemente del mineral que se extraiga, ha tenido impactos sociales y ecológicos adversos a escala local, regional y, actualmente, planetaria. Los impactos sociales van desde la esclavitud y el trabajo en régimen de servidumbre de indígenas y africanos para la extracción de minerales durante el período colonial, y el consiguiente desplazamiento de los pueblos con ese fin, lo que llevó a la interrupción y la pérdida de culturas y formas de vida enteras, hasta los efectos adversos para la salud de los residuos y los desprendimientos generados por las diferentes operaciones mineras. En Guatemala y en otros lugares de América Latina, la rápida expansión de la actividad extractiva en las últimas décadas ha ido acompañada con frecuencia de la intimidación y la violencia dirigidas a quienes se oponen a ella (Pedersen 2014). Dado que la minería suele generar algunos puestos de trabajo locales, también genera conflictos dentro de las comunidades entre quienes consideran que la minería es beneficiosa debido al empleo y quienes se oponen a ella. Un caso contemporáneo bien documentado es el de la mina de oro Marlin, de propiedad canadiense, en el altiplano de Guatemala, donde los opositores a la mina también han sido objeto de intimidación y violencia por parte de los empleados de la empresa y de las autoridades estatales. En otras palabras, los trabajadores de las minas y sus familias, que son los más afectados por los efectos medioambientales de la minería, se benefician de la existencia de esas minas y pasan a depender económicamente de ellas. Los conceptos y procesos sociales que están relacionados con los efectos históricos y actuales de la minería y que son relevantes para nuestro volumen, son por tanto la migración (forzada) y el desplazamiento de personas, la vulnerabilidad social y geográfica, así como la justicia ambiental y racial, en particular en lo que respecta a la fase más reciente del Antropoceno.
Desde principios del siglo XX, los países latinoamericanos ricos en agua han comenzado a aumentar sus centrales hidroeléctricas de energía alternativa. Esta solución tecnológica es una herramienta adecuada para disminuir sus emisiones de CO2, aunque ésta no fuera la motivación inicial para adoptar la hidroenergía. Sin embargo, estos proyectos de ingeniería a gran escala implican el represamiento de ríos y la inundación de tierras, a menudo tierras ancestrales de los pueblos indígenas (por ejemplo, Orellana 2005). Así que, a pesar de producir electricidad "verde", estos proyectos de infraestructuras a gran escala frecuentemente producen conflictos sociales e interétnicos. Lo mismo ocurre con los parques eólicos, como el del istmo de Tehuantepec en México.
En otras palabras, los proyectos de energía alternativa, que de hecho serían progresistas en cuanto a la reducción de las emisiones de CO2, a menudo entran en conflicto con los derechos de los indígenas y suelen -al igual que las actividades mineras- cambiar los ecosistemas circundantes a gran escala, creando así situaciones en las que la solución a una crisis (clima/energía), engendra una plétora de nuevas crisis (justicia ambiental, derechos de los indígenas, derechos de la naturaleza, pérdida de biodiversidad).
Este breve panorama sobre el entrelazamiento longue durée de los aspectos (proto-) antropocénicos relevantes de la minería y la energía en el contexto latinoamericano, implícitamente también conlleva las épocas de la historia de la energía, que en parte se superponen con las épocas esbozadas en la matriz de nuestro volumen. Es decir, las prácticas mineras, tanto precolombinas como coloniales, se desarrollaron inicialmente bajo las condiciones de un régimen energético solar (no fósil), poniendo restricciones sistémicas a la intensidad y escala de las operaciones mineras. Con cierto retraso respecto al período de los movimientos independentistas en los países latinoamericanos, se iniciaron los procesos industrializadores y, por tanto, también la "fosilización" de emprendimientos como la minería y la construcción de infraestructuras energéticas. En muchos casos, la industrialización y el uso de la energía fósil fueron impulsados por la inversión extranjera de los países del Norte Global. El uso del carbón, el petróleo y la energía de vapor para las explotaciones mineras amplió enormemente su alcance y, por tanto, su impacto en la biósfera, hidrófera, litósfera y atmósfera. En otras palabras, a lo largo de lo que llamamos el protoantropoceno se produce un cambio global (pero desigual a nivel regional y local) en los regímenes energéticos, desde el solar al fósil (Sieferle 2001; Burke 2009), mientras que pareciera que durante la última parte de la Gran Aceleración, se está produciendo ahora un cambio hacia una nueva época de energía solar, aunque evidentemente en condiciones tecnológicas diferentes, así como un renovado enfoque en la energía geotérmica. De nuevo, como se ha mencionado anteriormente, ninguna de estas formas de energía renovable viene sin su propio conjunto de conflictos y crisis locales y regionales. Esta tensión entre la necesidad de un cambio hacia formas de energía renovable y las cuestiones de justicia ambiental y racial que están entrelazadas con ellas, son uno de los principales desafíos antropocénicos sobre los que gira nuestro volumen.
Christopher Jones acuñó el concepto de Paisajes de Intensificación (2014) en el contexto de la transición energética (de solar a fósil) y de la extracción de carbón y petróleo en el Atlántico medio de Estados Unidos entre 1820 y 1930. Para Jones, los Paisajes de Intensificación no solo contienen las operaciones mineras propiamente dichas, sino también sus infraestructuras de transporte locales, regionales y, a medida que avanzamos hacia la Gran Aceleración, globales (igualmente impulsadas por la energía fósil). El concepto parece muy aplicable a la situación de los países latinoamericanos y puede proporcionar un vínculo explicativo entre lo local y lo global o incluso planetario; otra tensión antropocénica que intentamos navegar dentro de este proyecto. En cuanto a las épocas de la historia de la energía que se superponen a la estructura de nuestra matriz, podríamos hablar simultáneamente de Épocas de Intensificación.
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